jueves, 23 de septiembre de 2010

LA BANALIDAD DEL MAL


Fuertemente condicionados por la cultura judeo-cristiana, estamos acostumbrados a asociar al mal con lo retorcido, lo complicado, lo oscuro, lo complejo, lo satánico: algo ajeno a nosotros mismos. Es como si el mal estuviese directa o indirectamente relacionado con aquellas cualidades que definen al príncipe de las tinieblas: lo contrario a la divinidad, a la luz, la ausencia del padre. Pero para nuestro solaz, o nuestra profunda tragedia, no son pocas las veces que el mal se nos presenta bajo una apariencia anodina, un pequeño acto que podemos o no perpetrar, una decisión que podemos o no tomar en un momento crítico y que tiene consecuencias catastróficas para la propia existencia – o peor aún- para la existencia de otro ser.
No pocas religiones consideran al mal, a la maldad como un misterio en si mismo. Creen que la vida y el universo están regidos por una benevolencia omnipresente, inmanente y todo aquel comportamiento que contradice esta “bondad natural”, no es comprendida en términos morales y racionales. La maldad caracterizaría y describiría aquellos aspectos del ser humano desviados de la naturaleza del amor, la justicia y lo social.
Pero más allá de cualquier definición, todas las culturas humanas poseen una serie de “creencias naturales” sobre que cosas son malvadas y donde utilizándose una serie de estándares morales, la maldad es el comportamiento menos deseado y el amor el más importante. Y son los actos realizados con este comportamiento los que definirían al “malo”. Aquellos actos serían lo que en nuestra cultura, constituirían las delicias de Belcebú cual oscuro símbolo. Y no me refiero a ininteligibles misas negras, ni sacrificios humanos de frágiles bebés delante de oscuros Molochs, o de paganas estatuas de la “divina” Kali. No. Me refiero a nimios actos, ociosas decisiones que tomadas en un momento maldito, tienen consecuencias nefastamente insospechadas para nosotros, o lo que es peor aún, para otros seres vivos.
¬¿ Qué se sentirá al firmar el decreto de una política económica que-a sabiendas- condena a la exclusión social a varias generaciones de inocentes sin posibilidad de retorno ?; ¿O qué al descolgar la bomba que con el poder de los átomos borrará de la faz de la tierra a poblaciones civiles enteras dejando secuelas inimaginables para sus futuras proles?; ¿Qué habrá sentido el nazi que abría la válvulas de gas que exterminaban cientos de miles de familias judías inocentes en el holocausto?...perdón, creo que las preguntas están mal formuladas ¿ Qué es lo que “no hay que sentir” para actuar en consecuencia con los hechos anteriormente enunciados?. Que “no han sentido” nuestros políticos, que “no sintieron” los que tiraron las bombas de Hiroshima y Nagazaky, que “no sintieron” los nazis.
Pero, sin remitirnos a grandes las iniquidades históricas, me pregunto ¿Que es lo “que no sentimos” cuando miramos en la TV que miles de niños siguen muriendo como moscas sin que hagamos nada? ¿Qué dejamos de sentir ante la existencia de los niños esclavos en India? ¿Qué ante los que se drogan con pasta-base en cualquier rincón de la Boca?
¿La globalización nos obliga a disociar? Esto es, ¿el espacio de interacción físico-emocional no tiene nada que ver con el espacio de interacción social?
Bodelaire tenía razón, la mejor argucia del diablo en este siglo, es la de habernos convencido que ya no existe.

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy buena reflexión Armando. Una dimensión de lo malvado que intuía pero no había razonado.