domingo, 27 de septiembre de 2009

SERIAL KILLER


A veces –y ante la cotidiana constatación de lo contrario- se me antoja que de la herencia de tantos, tan grandes y tan buenos pensadores, los humanos nos hemos quedado con la ingenuidad de Rosseau (gran ganador de la batalla de la Ilustración) sin prestar atención al prudente relativismo de Voltaire, o a las oscuras advertencias de Sade, quien -a inicios de la era republicana- fue sin dudas el mas perturbador de los profetas del individualismo exacerbado. Sade ( en su dimensión menos conocida) imaginó una sociedad futura de seres absolutamente anónimos y reducidos a una dimensión de “objetos intercambiables”, funcionando solo en virtud sus pulsiones sexuales: evidentes o sublimadas. Profetizó la futura subordinación de todas las relaciones sociales al moderno concepto de “mercado” y a la venta de placer como única empresa vital. Como vemos se acercó demasiado a como están las cosas hoy en la “aldea global”.... pero tratarlo en profundidad exigiría mucho más que un simple artículo.
El pensamiento generalizado, dijimos, que rige hoy las democracias occidentales -y todas nuestras instituciones- parte del viejo axioma “russeauiano” que el hombre es bueno por naturaleza y que, por lo tanto, todos lo males en que ha incurrido a lo largo de la historia son producto de condiciones externas. La violencia, la agresividad, las adicciones, la discriminación racial y sexual, las guerras...no están en la naturaleza humana, sino que le han sido impuestas por formas de vida equivocadas o por sistemas fallidos. Pero perfeccionables “ad infinitum”. El hombre llega a la vida puro y blanco, es solo el condicionamiento externo lo que le convierte en un futuro asesino o un futuro benefactor de la humanidad. Las decisiones de varias generaciones de políticos, el pensamiento de varios intelectuales, el accionar de miles de instituciones hasta el día de la fecha se han basado en esta axioma. Es entonces -y como emergiendo de los sustratos mas profundos del inconsciente colectivo- cuando surge la figura del “asesino serial”, el psychokiller, el asesino psicópata: el antihéroe por excelencia de la posmodernidad. Surge encarnando el Mal (así con mayúsculas), el lado oscuro del ser humano, todo aquello que -formando parte íntima de nuestro atávico acervo genético- nos hemos de alguna forma esforzado por negar y enterrar como si jamás hubiera existido. El serial killer es tanto un ser humano real como una neo-criatura mitológica, creada y recreada sea por la cultura de masas, como los medios de comunicación y la cultura pop. Es algo así como la suma imaginaria de todos los miedos del hombre moderno, pero con una presencia cíclica, escalofriante y con mucho asidero en nuestra realidad. El concepto nace – como no podría ser de otra forma- en la patria de la posmodernidad práctica (la teórica dejémosela a los franceses) en el país que inventó el cine, el cómic, el rock and roll, la comida rápida, Disneylandia, Hollywood y Las Vegas. Este tipo de persona mata porque sí, reiterativa, compulsivamente, sin un motivo aparente, con estudiada frialdad, con cultivada pericia y delectación. La experiencia ha demostrado que la mayor parte de ellos son hombres jóvenes, de una edad comprendida entre los 27 y los 30. Suelen ser de raza blanca, muy inteligentes y de aspecto anodino e incluso agradable. Solo que en lugar de tomar el desayuno por la mañana, hacerse el nudo de la corbata, arrancar el auto y sentarse en una computadora a trabajar, es altamente probable que bajen a un oscuro sótano insonorizado y se dediquen a torturar a su tercera o cuarta víctima. O se dedique a jugar un rato con ciertos “souvenirs” que le han sobrado de alguna carnicería pretérita: restos humanos que devorará, conservará o utilizará como un fetichista adminículo decorativo.
La mayoría de ellos proviene de familias de clase media, con una infancia normal, aunque alguno ha sufrido malos tratos de parte de los padres. Su vida familiar es generalmente insatisfactoria. Pero en cualquier caso ni la pobreza, ni la falta de medios parecen tener algo que ver con su determinación criminal. Cualquiera puede ser un serial killer, es más, la mayoría de las veces aparenta ser muy poca cosa. Puede ser ese vecino tímido que nunca saluda, el callado gordito de la esquina del que apenas sabemos algo o, por el contrario, ese joven espléndido y extravertido que les da siempre el asiento a las ancianitas en el colectivo. Puede ser un gris burócrata de escritorio (valga la redundancia), o el técnico que vino los otros días a conectarnos la línea del teléfono. Todos y ninguno, el auténtico hombre de la multitud de Edgar Allan Poe. De ahí la dificultad que tiene la policía para atraparlo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

DESPENALIZACIÓN


El estilo de vida que hemos creado no basa su razón de ser en la satisfacción de las necesidades del individuo, sino en su contrario: la perenne insatisfacción. Diseñadores de modas y de autos, supermercadistas, almaceneros, peinadores, manufactureros, etc. etc. necesitan un individuo constantemente insatisfecho para que consuma y que la economía no se “enfríe”. El famoso “círculo virtuoso” del consumo de los economistas. Entonces siempre debe haber un producto más lujoso, un coche más grande, un celular mejor, un producto de última generación, un accesorio que no viene en serie, un modelo que no tenemos.
De todos los papeles que puede desempeñar el ciudadano contemporáneo, la vida actual promociona particularmente dos: el de consumidor y el de espectador. Y podríamos decir que el consumo de drogas recreativas no hace otra cosa que la consecuencia del constante ejercicio de ambos roles. Por otro lado –dicho sea de paso- los medios jamás reflexionan sobre cuál es el atractivo de consumir drogas (porque alguno debe tener en cuanto mantiene encandilada a gran parte de la población mundial).
Pero más allá de frivolizar sobre el tema, se puede decir que vivimos en un tiempo donde las emociones más fuertes y disímiles se nos ofrecen como cotidianas. En el que a diario –y mientras comemos- en la pantalla del TV, no solo nos bombardean con una publicidad que nos recuerda cuán “incompletos” o insatisfechos estamos, sino nos relatan las mayores tragedias, los éxitos más refulgentes, las alegrías y las desgracias más extremas. Contra eso nuestra pobre, gris y simple existencia mortal se queda corta. No hay como competir contra tanto abalorio y tanta fanfarria post-producida. Ante esto los jóvenes -sobre todo ellos- desean acceder a estas vivencias de alto voltaje que tanto se promocionan, ya que la existencia de las mismas para otros, es más que evidente. En ese contexto las drogas son un vehículo fácil para potenciar las emociones. Además, el repertorio de productos clandestinos o legales es tan amplio, que cada sábado a la noche se puede optar entre estar eufórico, relajado, hiperactivo, ensoñado o extasiado…. Por otro lado esto no es nuevo, ya lo decía el viejo tango a principios del siglo pasado:“no se conocía cocó (por cocaína) ni morfina, los muchachos de antes no usaban gomina”.
Las drogas se convierten en una indumentaria del ocio, como la ropa, el peinado o la música, la droga es un accesorio más. Solo hay que elegir el registro que se quiere explorar ese día y siempre hay una sustancia o combinación de sustancias que lo activen: si no pregúntenle a la gente que organizan “la previa” antes de entrar a bailar, que se afanan día a día en lograr combinaciones más locas que dejan cada tanto algún pibe en coma etílico.
La adicción adopta formas infinitas y se ha normalizado tanto que lo extraño es no tener ninguna, desde el consumo de pornografía, pasando por el alcohol, los tragamonedas, la TV, los videojuegos, el fútbol, Internet, la comida, el trabajo, el deporte o inhalar pegamento. Estados Unidos (el paraíso terrenal del consumo) cuenta con catorce millones de consumidores de drogas ilegales, doce millones de tomadores compulsivos, sesenta millones de adictos al tabaco, cinco millones de ludópatas (adictos al juego), quince millones de adictos a las compras.
Despenalizar, es un signo de madurez social, es reconocer que hay un problema, una disfuncionalidad colectiva profunda anterior al consumo de estupefacientes y de la cual el adicto es solo la consecuencia. Esto por no mencionar el consabido hecho que para que haya tráfico de sustancias ilegales, es necesario la existencia de silencios cómplices, de gente que mire hacia otra parte y no haga bien su trabajo, mientras los narcos hacen el suyo.