A
lo largo de sus numerosos y excelentes libros, el profesor Jeremy Rifkin nos recuerda –no sin un dejo de
nostalgia- cómo antaño los productos solían durar décadas en el mercado. En
cambio los productos de hoy tienen un lapso de vida de entre tres y cinco años
(cuando no menor) antes de ser substituidos por versiones o modelos más recientes.
Es más, se puede hablar de una obsolescencia planificada de los productos. Los
bienes no nacen para perdurar, sino para morir rápidamente.
Lo
anterior se lo debemos a “la sabiduría infinita” de las empresas y los estudios
de marketing que se ponen de manifiesto
a la hora de proponernos satisfacciones de las que ni siquiera éramos
consientes. “El mercado” no solo atiende las peticiones de los consumidores
sino que, en un alarde de perfeccionamiento continuo, inventa nuevas propuestas
que al cabo de un tiempo nos parecen imprescindibles (¿Cómo era la vida antes
del teléfono celular? ¿Alguien se acuerda de cómo se vivía sin una computadora,
sin internet etc? ). Diseñadores, ingenieros, trendsetters, coolhunters,
fabricantes y empresarios de todo tipo se dedican a eso y –en un entorno tan
saturado- cualquier aportación debería parecernos superflua.
A
su vez, los consumidores dedican cada vez menos tiempo de atención a los
productos. El intervalo entre la satisfacción del consumo y la aparición del
nuevo deseo es cada vez más corto. Todos alguna vez hemos experimentado esa
“aceleración de la impaciencia del consumidor” paralela a esa reducción del
nivel de atención producida “millares de nuevos productos· entrando y saliendo
velozmente del mercado con un ritmo cada vez más acelerado.
Mucha
salud mental y un nivel de ansiedad muy bajo hay que tener para no caer en la
tentación de este ciclo compulsivo. A esto hay que sumar que los objetos que
consumimos se devalúan en el mismo momento en que los adquirimos. Su mera
posesión les hace perder el valor de mercado.
Si
continuamos al ritmo que vamos solo nos queda consumir cada vez más rápidamente
y desechar en forma inmediata lo que adquirimos para dejar espacio a los nuevos
productos que estén por salir o hayan apenas salido…y a los nuevo deseos por
supuesto. Esta es la situación actual de las cosas, se corre más rápido para
permanecer en el mismo lugar.
Siempre
en sus libros Rifkin parece haber detectado incluso una forma para que la
fiesta del consumo no decaiga jamás. Recoge la idea de que el futuro del
consumo no es la propiedad, sino el “acceso al disfrute” de cuantos bienes y
servicios podamos desear en manera temporal. Y que paguemos el precio de
alquiler de coches, casas, productos de moda y bienes de todo tipo para poder
permitirnos cambian de modelo tras poco tiempo sin arruinarnos. El “acceso
pagado” (tiene cierta sonoridad prostibularia la afirmación de Rifkin ¿No?)
parece ser la solución para que los mercados se mantengan activos. Pero la aparición de esta nueva actitud ante
la economía, aunque se convierta en otra tendencia, no creo que desplace ni a
la posesión y a los posesivos del planeta. Además Rifkin elucubrado de sus
teorías hace caso omiso de un pequeño detalle: tres cuartas partes de la
humanidad es pobre. Ergo, “el paraíso” –usando una metáfora bíblica- del “acceso pagado” tiene un “ángel guardián” y
una “espada llameante” que vetan la entrada, ellos son: El querubín de la
opulencia y la espada del dólar. Sin el beneplácito de estas dos entidades,
quedaremos inexorablemente fuera… más allá de cualquier teoría económica
elaborada por cualquier aspirante a Nobel de economìa .
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