Es curioso comprobar que la raíz griega de narciso es narcosis que significa adormecido, embriagado, tal como advirtiera Marshall McLuhan, el setentónico visionario y padre del término “aldea global”. En la mitología griega Narciso, está enamorado de sí mismo, de su cuerpo, de su rostro, de la belleza de su propia imagen. Como la planta adormidera de la cual recibe el nombre, el narcisismo nubla la conciencia, anestesia, adormece, crea –en términos baudelerianos- un “paraíso artificial”. Se puede afirmar que nuestra cultura es indiscutiblemente narcisista y audiovisual. Estamos enamorados de las imágenes que proyectan miles de millones de pantallas en todo el planeta y así se favorece la creación de un sueño embriagador que paraliza el pensamiento y anestesia el alma con su seducción mediática.
Esta idolatría visual tiene nuevos tótems ante los que se inclinan los devotos de una cultura epidérmica –eufemismo de superficial- en la que solo importa lo que se ve, en la que el conocimiento de sí mismo se devalúa como un cáncer al que es conveniente extirpar. Las imágenes de nuestra imaginación vienen sustituidas por aquellas manufacturadas pertenecientes a la industria audiovisual, cuya prosaica intención nunca ha sido otra que la de vender. La de hacernos consumir.
¿Cómo se hace para hacer convivir este ideal publicitario con la evidencia de la pobreza y la miseria, con el sufrimiento de millones?. Obvio, a nadie le interesa hacernos recordar lo mal que vive la mayor parte de la humanidad, si lo que quieren es que compremos el último modelo de auto con air-bag y “gato” incorporado. Y ahí estamos: ensoñando con el susurro de la promesa de un mundo post-producido. A la vuelta de la esquina las peores tragedias suceden transmitidas en directo ante unos espectadores que son incapaces de procesar lo que ven. No importa la cifra de muertos de la que se hable, la cara de los niños bombardeados o muertos de hambre, aquellos mensajes que reclaman nuestra atención se convierten en noticias que ya no escuchamos, imágenes que ya no vemos, porque sus portadores son hombres y mujeres a los que nuestra atención ha hecho invisibles.
Despreciamos el dolor del no-semejante sobrevaluando el propio, sentimiento que por natural, no deja de ser irracional, injusto y cruel. Hay mil millones de personas que en el mundo viven en condiciones de miseria absoluta. Mientras el primer mundo se empeña en realizar un colosal ejercicio de amnesia selectiva y colectiva, de mirar hacia otro lado para poder disfrutar de la frivolidad que nos propone esta cultura de la opulencia. Es este mismo mundo el que le concede el premio Nóbel de la Paz a un economista, a un humilde doctor en economía de Bangla Desh, Mohamed Yunus: “El banquero de los pobres”. Si bien hacía varios años que sonaba para el Nóbel de economía, Yunus no ha enunciado ninguna teoría fastuosa, ninguna modelística economètrica llena de pirotecnia pueblan lo manuscritos del ex profesor de Economía y Problemas de Desarrollo por la Universidad India de Chittagong. Nos ha sorprendido simplemente con la banalidad del bien. El Grameen Bank, la intitución que fundara, durante treinta años ha prestado sumas irrisorias de dinero a gente por la que los grandes bancos y centros de poder no daban un céntimo. Yunus, con literales “libretas de carnicero” prestaba su dinero fundamentalmente a mujeres, en una latitud del mundo donde –dicho sea de paso- el famoso machismo latino (o nipón) sería un juego de niños. Lo hacía a condición que un grupo de cinco personas se comprometiera en forma colectiva a rembolsar el dinero. Algo sorprendente: el 98% de los prestamos del banco de los pobres son devueltos. “No podrá alcanzarse una paz duradera hasta que una gran parte de la población mundial encuentre manera de salir de la pobreza. Los micricrèditos constituyen una de las formas de conseguirlo. El desarrollo desde abajo sirve además para que la democracia y los derechos humanos ganen posiciones”, señala el jurado en la página de Internet de los galardones. Yunus –incorregible- ya ha anunciado que destinará los diez millones de coronas suecas (1,1 millones de euros) a financiar nuevas iniciativas para los pobres, como la de las 28.000 becas al 50%, que piensa repartir su fundación este año a niños y niñas de su país. O la construcción de un hospital de oftalmología....
No caben dudas, la paz no es sustentable si no descansa sobre un colchón de estómagos llenos y un mínima vida digna. Si no se cruza la barrera (utopía para gran parte de la humanidad) de las dos comidas diarias. Shapó para el doctor Mohamed Yunus! Ahora bièn, me queda una maliciosa duda:
¿No es que el primer mundo ha intuido que la cantidad potencial de individuos dispuestos a hacerse saltar en el aire en cualquier parte del mundo (e invocando cualquier ideología) es directamente proporcional a la cantidad de estómagos vacíos en el planeta?.
Esta idolatría visual tiene nuevos tótems ante los que se inclinan los devotos de una cultura epidérmica –eufemismo de superficial- en la que solo importa lo que se ve, en la que el conocimiento de sí mismo se devalúa como un cáncer al que es conveniente extirpar. Las imágenes de nuestra imaginación vienen sustituidas por aquellas manufacturadas pertenecientes a la industria audiovisual, cuya prosaica intención nunca ha sido otra que la de vender. La de hacernos consumir.
¿Cómo se hace para hacer convivir este ideal publicitario con la evidencia de la pobreza y la miseria, con el sufrimiento de millones?. Obvio, a nadie le interesa hacernos recordar lo mal que vive la mayor parte de la humanidad, si lo que quieren es que compremos el último modelo de auto con air-bag y “gato” incorporado. Y ahí estamos: ensoñando con el susurro de la promesa de un mundo post-producido. A la vuelta de la esquina las peores tragedias suceden transmitidas en directo ante unos espectadores que son incapaces de procesar lo que ven. No importa la cifra de muertos de la que se hable, la cara de los niños bombardeados o muertos de hambre, aquellos mensajes que reclaman nuestra atención se convierten en noticias que ya no escuchamos, imágenes que ya no vemos, porque sus portadores son hombres y mujeres a los que nuestra atención ha hecho invisibles.
Despreciamos el dolor del no-semejante sobrevaluando el propio, sentimiento que por natural, no deja de ser irracional, injusto y cruel. Hay mil millones de personas que en el mundo viven en condiciones de miseria absoluta. Mientras el primer mundo se empeña en realizar un colosal ejercicio de amnesia selectiva y colectiva, de mirar hacia otro lado para poder disfrutar de la frivolidad que nos propone esta cultura de la opulencia. Es este mismo mundo el que le concede el premio Nóbel de la Paz a un economista, a un humilde doctor en economía de Bangla Desh, Mohamed Yunus: “El banquero de los pobres”. Si bien hacía varios años que sonaba para el Nóbel de economía, Yunus no ha enunciado ninguna teoría fastuosa, ninguna modelística economètrica llena de pirotecnia pueblan lo manuscritos del ex profesor de Economía y Problemas de Desarrollo por la Universidad India de Chittagong. Nos ha sorprendido simplemente con la banalidad del bien. El Grameen Bank, la intitución que fundara, durante treinta años ha prestado sumas irrisorias de dinero a gente por la que los grandes bancos y centros de poder no daban un céntimo. Yunus, con literales “libretas de carnicero” prestaba su dinero fundamentalmente a mujeres, en una latitud del mundo donde –dicho sea de paso- el famoso machismo latino (o nipón) sería un juego de niños. Lo hacía a condición que un grupo de cinco personas se comprometiera en forma colectiva a rembolsar el dinero. Algo sorprendente: el 98% de los prestamos del banco de los pobres son devueltos. “No podrá alcanzarse una paz duradera hasta que una gran parte de la población mundial encuentre manera de salir de la pobreza. Los micricrèditos constituyen una de las formas de conseguirlo. El desarrollo desde abajo sirve además para que la democracia y los derechos humanos ganen posiciones”, señala el jurado en la página de Internet de los galardones. Yunus –incorregible- ya ha anunciado que destinará los diez millones de coronas suecas (1,1 millones de euros) a financiar nuevas iniciativas para los pobres, como la de las 28.000 becas al 50%, que piensa repartir su fundación este año a niños y niñas de su país. O la construcción de un hospital de oftalmología....
No caben dudas, la paz no es sustentable si no descansa sobre un colchón de estómagos llenos y un mínima vida digna. Si no se cruza la barrera (utopía para gran parte de la humanidad) de las dos comidas diarias. Shapó para el doctor Mohamed Yunus! Ahora bièn, me queda una maliciosa duda:
¿No es que el primer mundo ha intuido que la cantidad potencial de individuos dispuestos a hacerse saltar en el aire en cualquier parte del mundo (e invocando cualquier ideología) es directamente proporcional a la cantidad de estómagos vacíos en el planeta?.
1 comentario:
"El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago" (Woody Allen)
Abrazo,
Rodolfo
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