No es casual que el consumo de psicofármacos comenzara en el siglo XIX, con el advenimiento definitivo de la llamada Revolución Industrial y cuando los cambios en los estilos de vida humanos se encaminaban hacia un ritmo de vida urbano en constante aceleración y con miras a no detenerse nunca: el patrón del ritmo de vida actual.
Es en ese contexto (mientras se sucedían revoluciones, contrarrevoluciones, guerras y restauraciones políticas) es que prosigue implacable la transformación tecnológica del mundo y que las drogas con influencia sobre el ánimo d las personas cobran espectacular importancia.
El campo estaba preparado para la irrupción de los psicofármacos, no tanto como artículos de lujo, sino como implementos necesarios para hacer frente a un cambio radical y definitivo de vida. Un cambio, dicho sea de paso, delante del cual hay que estar muy cuerdo y sentirse muy respaldado en la vida, para no desmoronarse y sentirse arrastrado por la vorágine de cosas que implica.
En su “Historia General de las Drogas [1]” Antonio Escohotado dice -sobre la popularización de los lenitivos psíquicos- que “bien por influencia de condiciones sociales desfavorables o por efectos congénitos, el médico podía mitigar con la farmacopea un cuanto básico de desasosiego o apatía, prefiriendo desde luego tener un paciente dependiente de un fármaco que un sujeto desesperado o inútil. Esta orientación fue puesta en práctica por la medicina occidental desde el siglo XVII y por la pagana durante milenios”.
Es evidente que esta “presunción farmacológica” rige nuestros días, habiendo favorecido y democratizado esa tendencia la poderosísima industria farmacéutica mundial. Prácticamente todo el mundo occidental tiene acceso a una píldora que le calme el estrés, la ingente o consumada tendencia depresiva, o esa angustia vital que tan oportunamente nos aborda en el momento menos oportuno. Parecería siempre mas sensato y más eficaz bucear, profundizar en las causas del problema, buscar el origen, la raíz del mismo, (algo a lo que los Argentinos somos proclives ya que somos una de las sociedades màs psicoanalizadas del mundo) . Pero no, no hay tiempo en virtud del vertiginoso ritmo de vida antes aludido. Entonces lo más frecuente es anestesiar los síntomas a golpe de pastilla. No queremos enfrentar nuestros fantasmas, preferimos doparlos, aunque en el proceso se diluya parte de aquello que comúnmente suele llamarse personalidad... además,¿ Quién sería capaz de negarle una pastilla a un alma sufriente? Además, cuentan con todo el respaldo de la industria farmacéutica y sus panegiristas.
Por eso en este mundo posmoderno, cada vez mas desarrollado y mas vertiginoso, somos cada vez mas concientes de nuestras propias miserias. El dolor psíquico no solo no desciende sino que crece con la misma velocidad que la complejidad social en la que nos movemos. Actualmente, el numero de personas que acude al médico para tratar la ansiedad supera en creces el numero de pacientes que lo hace por una gripe o una gastroenteritis.
Ya en el X congreso mundial de psiquiatría celebrado en Madrid en 1996 se predecía que el siglo XXI sería el siglo de las depresiones. Trescientos cuarenta millones de personas sufren de depresión en el mundo, la tendencia sigue en alza y parece no detenerse.
La OMS vaticina que en el año 2020 esta será la patología que provocará más años perdidos de vida saludable para la población occidental que cualquier otra epidemia conocida. La escritora española Lucía Etxebarria nos propone una explicación que resulta bastante convincente, sino plausible: “ A veces me pregunto si no somos tan vulnerables a los cuadros de depresión porque vivimos en un sistema que nos conmina a tenerlo todo ( belleza física, éxito social, vida sexual intensa, lujos y comodidades), amén de matarnos a trabajar para conseguirlo. No estamos acostumbrados a la resignación, a aceptar la frustración como parte inapelable de la existencia, y damos por hecho que todas nuestras aspiraciones deben ser legitimadas y todos nuestros deseos satisfechos”.[2] Parece fácil sintonizar con este diagnóstico que nos anima a frenar con el sentimiento de omnipotencia y aprender a convivir con nuestras frustraciones y deseos insatisfechos. Pero en un ambiente que nos espolea a cada segundo a seguir el ideal publicitario, no es tan sencillo. Por otro lado-y hay que decirlo- ¿Quién no prefiere los neurolépticos a la camisa de fuerza, los antidepresivos al electroshock, los ansiolíticos al internamiento? Eso es lo que me dijeron mis amigos europeos al decirles yo que estaba escribiendo el presente artículo, ¿Dónde está el mal si vimos mejor? Afirmaron. El dolor manda. El horror manda. La vida duele y cada uno resiste como puede. ¿Es culpa nuestra –agregaron- si ya no tenemos fe a pesar de tenerlo “todo”?. Final de tango.
[1] Antonio Eschohotado, Historia General de Las Drogas, Esparse, Madrid 2000, pag 420.
[2] Luccía Etxebarria, La Eva futura. Destino, Barcelona, 2000 pag. 132.
Es en ese contexto (mientras se sucedían revoluciones, contrarrevoluciones, guerras y restauraciones políticas) es que prosigue implacable la transformación tecnológica del mundo y que las drogas con influencia sobre el ánimo d las personas cobran espectacular importancia.
El campo estaba preparado para la irrupción de los psicofármacos, no tanto como artículos de lujo, sino como implementos necesarios para hacer frente a un cambio radical y definitivo de vida. Un cambio, dicho sea de paso, delante del cual hay que estar muy cuerdo y sentirse muy respaldado en la vida, para no desmoronarse y sentirse arrastrado por la vorágine de cosas que implica.
En su “Historia General de las Drogas [1]” Antonio Escohotado dice -sobre la popularización de los lenitivos psíquicos- que “bien por influencia de condiciones sociales desfavorables o por efectos congénitos, el médico podía mitigar con la farmacopea un cuanto básico de desasosiego o apatía, prefiriendo desde luego tener un paciente dependiente de un fármaco que un sujeto desesperado o inútil. Esta orientación fue puesta en práctica por la medicina occidental desde el siglo XVII y por la pagana durante milenios”.
Es evidente que esta “presunción farmacológica” rige nuestros días, habiendo favorecido y democratizado esa tendencia la poderosísima industria farmacéutica mundial. Prácticamente todo el mundo occidental tiene acceso a una píldora que le calme el estrés, la ingente o consumada tendencia depresiva, o esa angustia vital que tan oportunamente nos aborda en el momento menos oportuno. Parecería siempre mas sensato y más eficaz bucear, profundizar en las causas del problema, buscar el origen, la raíz del mismo, (algo a lo que los Argentinos somos proclives ya que somos una de las sociedades màs psicoanalizadas del mundo) . Pero no, no hay tiempo en virtud del vertiginoso ritmo de vida antes aludido. Entonces lo más frecuente es anestesiar los síntomas a golpe de pastilla. No queremos enfrentar nuestros fantasmas, preferimos doparlos, aunque en el proceso se diluya parte de aquello que comúnmente suele llamarse personalidad... además,¿ Quién sería capaz de negarle una pastilla a un alma sufriente? Además, cuentan con todo el respaldo de la industria farmacéutica y sus panegiristas.
Por eso en este mundo posmoderno, cada vez mas desarrollado y mas vertiginoso, somos cada vez mas concientes de nuestras propias miserias. El dolor psíquico no solo no desciende sino que crece con la misma velocidad que la complejidad social en la que nos movemos. Actualmente, el numero de personas que acude al médico para tratar la ansiedad supera en creces el numero de pacientes que lo hace por una gripe o una gastroenteritis.
Ya en el X congreso mundial de psiquiatría celebrado en Madrid en 1996 se predecía que el siglo XXI sería el siglo de las depresiones. Trescientos cuarenta millones de personas sufren de depresión en el mundo, la tendencia sigue en alza y parece no detenerse.
La OMS vaticina que en el año 2020 esta será la patología que provocará más años perdidos de vida saludable para la población occidental que cualquier otra epidemia conocida. La escritora española Lucía Etxebarria nos propone una explicación que resulta bastante convincente, sino plausible: “ A veces me pregunto si no somos tan vulnerables a los cuadros de depresión porque vivimos en un sistema que nos conmina a tenerlo todo ( belleza física, éxito social, vida sexual intensa, lujos y comodidades), amén de matarnos a trabajar para conseguirlo. No estamos acostumbrados a la resignación, a aceptar la frustración como parte inapelable de la existencia, y damos por hecho que todas nuestras aspiraciones deben ser legitimadas y todos nuestros deseos satisfechos”.[2] Parece fácil sintonizar con este diagnóstico que nos anima a frenar con el sentimiento de omnipotencia y aprender a convivir con nuestras frustraciones y deseos insatisfechos. Pero en un ambiente que nos espolea a cada segundo a seguir el ideal publicitario, no es tan sencillo. Por otro lado-y hay que decirlo- ¿Quién no prefiere los neurolépticos a la camisa de fuerza, los antidepresivos al electroshock, los ansiolíticos al internamiento? Eso es lo que me dijeron mis amigos europeos al decirles yo que estaba escribiendo el presente artículo, ¿Dónde está el mal si vimos mejor? Afirmaron. El dolor manda. El horror manda. La vida duele y cada uno resiste como puede. ¿Es culpa nuestra –agregaron- si ya no tenemos fe a pesar de tenerlo “todo”?. Final de tango.
[1] Antonio Eschohotado, Historia General de Las Drogas, Esparse, Madrid 2000, pag 420.
[2] Luccía Etxebarria, La Eva futura. Destino, Barcelona, 2000 pag. 132.
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