Miguel de Unamuno en 1913 refiriéndose al homo sapiens exhortaba incrédulo:
“Un mono antropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, verdaderamente enfermo...”. Esta consideración sugiere que el animal humano es el único al que no le bastan los instintos para orientar su conducta, sino que tiene que acudir a esquemas simbólicos o culturales que den sentido y otorguen racionalidad a lo todo que hace. Entre las creaciones de la mente humana que hoy gobiernan nuestra existencia destaca cada vez más la idea usual de lo económico, con la convención social del dinero que le da vida y los afanes de crecimiento permanente de la especie. La raza humana actualmente se ha auto erigido en la cúspide de la pirámide de la depredación planetaria. En la naturaleza, los depredadores suelen estar dotados de mayor tamaño y más medios (dientes, garras, velocidad, fuerza etc.) que sus presas. Pero nosotros los “bípedos-sapiens”, no sólo somos capaces de capturar ballenas o elefantes, de talar bosques enteros, domesticar animales y plantas, sino que extendemos nuestra influencia hasta límites sin precedentes en la historia biológica conocida.
Esta asimetría en jerarquía y capacidad de control que suelen darse entre el depredador y la presa alcanzan, en el caso de la especie humana, no sólo un cambio de escala, sino también de dimensión, al extender el objeto de las capturas al conjunto de los recursos planetarios, dando pie a los modelos de parasitación patológica desconocidos.
Algunos biólogos contemporáneos aplican el modelo depredador-presa para ejemplificar la tendencia actual de ordenar el territorio en núcleos atractores de capitales, poblaciones y recursos y áreas de apropiación y vertido. Los grandes núcleos urbanos, como Buenos Aires, Madrid o New York, no sólo reciben los flujos netos de materiales y energía cuantificados, sino que succionaban igualmente tanto la población como el ahorro de zonas abastecedoras “periféricas” o “excéntricas”.
El economista español José Manuel Naredo en su libro “La Economía en Evolución” aplica y cuantifica este modelo a escala planetaria. Paragona los intercambios comerciales y financieros entre países ricos y pobres a los flujos de materia y energía que van desde el depredador a la presa. En su tratado observa un flujo semejante que va desde el resto del mundo hacia los países ricos. Esto rubrica que el desarrollo es hoy un fenómeno posicional, en el que los países ricos trascienden las posibilidades que les brindan sus propios territorios, y sus propios ahorros, para utilizar los recursos disponibles a escala planetaria, por lo que no cabe generalizar sus patrones de vida y de comportamiento al resto de la población mundial. La existencia de países ricos se vincula hoy al hecho de que otros no lo son, al igual que no cabe concebir la existencia de depredadores sin la existencia de presas. No todos los países pueden beneficiarse a la vez de una relación de intercambio favorable, como tampoco todos pueden ejercer como atractores del ahorro del mundo.
En los estudios del biólogo Ramón Margalef donde se analiza el modelo depredador-presa se advierte que, a la vez que se produce -como consecuencia de las capturas- un flujo de energía y materiales desde la población de presas hacia la de depredadores, ambas poblaciones muestran modelos demográficos diferentes. En primer lugar, la esperanza de vida de las presas suele ser mucho menor que la de los depredadores. En segundo lugar, mientras en las presas la probabilidad de supervivencia cae desde edades muy tempranas, en los depredadores se mantiene alta hasta edades avanzadas en las que, al fin, se desploma bruscamente. En tercer lugar, las presas son mucho más prolíficas que los depredadores y además se reproducen durante la mayor parte de su vida, mientras que los depredadores tienden a hacerlo sólo durante intervalos de edad mucho más limitados. Estas diferencias poblacionales entre depredadores y depredados se mantienen también entre las poblaciones humanas. Las curvas de supervivencia y las curvas de natalidad por edades de la población de la mayoría de los países ricos y pobres se ajustaban, respectivamente, a las típicas de depredadores y presas, encontrándose en posiciones intermedias los países llamados en “vías de desarrollo”.
Valga todo esto para subrayar otra siniestra anomalía que nos compete: la especie humana no sólo destaca como la gran depredadora de la biosfera, sino también de sus propios congéneres, llegando a escindirse profundamente como especie: la polarización social entre países, regiones o barrios es tan extremada que origina patrones demográficos tan diferentes como los que se observan en la naturaleza entre especies distintas. Pero, a diferencia de otros depredadores, los individuos y grupos humanos no ejercen hoy generalmente su dominio apoyándose en una estructura corporal mejor dotada en tamaño, olfato, vista, colmillos o garras, sino utilizando las reglas del juego y los instrumentos económico-financieros imperantes para dotarse de medios-extra de intervención y diferenciación social cada vez más potentes.
Las posibilidades de reconvertir el metabolismo de la sociedad actual depende de establecer unas reglas del juego que faciliten la conservación del patrimonio natural, cualquiera sea su titularidad, en vez de su acelerada explotación-destrucción practicada hoy tanto por particulares, empresas o administraciones de índole diversa. El mensaje que nos llega desde el mundo científico es reticente y claro: “El siglo XXI será ecológico o no será”.
“Un mono antropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, verdaderamente enfermo...”. Esta consideración sugiere que el animal humano es el único al que no le bastan los instintos para orientar su conducta, sino que tiene que acudir a esquemas simbólicos o culturales que den sentido y otorguen racionalidad a lo todo que hace. Entre las creaciones de la mente humana que hoy gobiernan nuestra existencia destaca cada vez más la idea usual de lo económico, con la convención social del dinero que le da vida y los afanes de crecimiento permanente de la especie. La raza humana actualmente se ha auto erigido en la cúspide de la pirámide de la depredación planetaria. En la naturaleza, los depredadores suelen estar dotados de mayor tamaño y más medios (dientes, garras, velocidad, fuerza etc.) que sus presas. Pero nosotros los “bípedos-sapiens”, no sólo somos capaces de capturar ballenas o elefantes, de talar bosques enteros, domesticar animales y plantas, sino que extendemos nuestra influencia hasta límites sin precedentes en la historia biológica conocida.
Esta asimetría en jerarquía y capacidad de control que suelen darse entre el depredador y la presa alcanzan, en el caso de la especie humana, no sólo un cambio de escala, sino también de dimensión, al extender el objeto de las capturas al conjunto de los recursos planetarios, dando pie a los modelos de parasitación patológica desconocidos.
Algunos biólogos contemporáneos aplican el modelo depredador-presa para ejemplificar la tendencia actual de ordenar el territorio en núcleos atractores de capitales, poblaciones y recursos y áreas de apropiación y vertido. Los grandes núcleos urbanos, como Buenos Aires, Madrid o New York, no sólo reciben los flujos netos de materiales y energía cuantificados, sino que succionaban igualmente tanto la población como el ahorro de zonas abastecedoras “periféricas” o “excéntricas”.
El economista español José Manuel Naredo en su libro “La Economía en Evolución” aplica y cuantifica este modelo a escala planetaria. Paragona los intercambios comerciales y financieros entre países ricos y pobres a los flujos de materia y energía que van desde el depredador a la presa. En su tratado observa un flujo semejante que va desde el resto del mundo hacia los países ricos. Esto rubrica que el desarrollo es hoy un fenómeno posicional, en el que los países ricos trascienden las posibilidades que les brindan sus propios territorios, y sus propios ahorros, para utilizar los recursos disponibles a escala planetaria, por lo que no cabe generalizar sus patrones de vida y de comportamiento al resto de la población mundial. La existencia de países ricos se vincula hoy al hecho de que otros no lo son, al igual que no cabe concebir la existencia de depredadores sin la existencia de presas. No todos los países pueden beneficiarse a la vez de una relación de intercambio favorable, como tampoco todos pueden ejercer como atractores del ahorro del mundo.
En los estudios del biólogo Ramón Margalef donde se analiza el modelo depredador-presa se advierte que, a la vez que se produce -como consecuencia de las capturas- un flujo de energía y materiales desde la población de presas hacia la de depredadores, ambas poblaciones muestran modelos demográficos diferentes. En primer lugar, la esperanza de vida de las presas suele ser mucho menor que la de los depredadores. En segundo lugar, mientras en las presas la probabilidad de supervivencia cae desde edades muy tempranas, en los depredadores se mantiene alta hasta edades avanzadas en las que, al fin, se desploma bruscamente. En tercer lugar, las presas son mucho más prolíficas que los depredadores y además se reproducen durante la mayor parte de su vida, mientras que los depredadores tienden a hacerlo sólo durante intervalos de edad mucho más limitados. Estas diferencias poblacionales entre depredadores y depredados se mantienen también entre las poblaciones humanas. Las curvas de supervivencia y las curvas de natalidad por edades de la población de la mayoría de los países ricos y pobres se ajustaban, respectivamente, a las típicas de depredadores y presas, encontrándose en posiciones intermedias los países llamados en “vías de desarrollo”.
Valga todo esto para subrayar otra siniestra anomalía que nos compete: la especie humana no sólo destaca como la gran depredadora de la biosfera, sino también de sus propios congéneres, llegando a escindirse profundamente como especie: la polarización social entre países, regiones o barrios es tan extremada que origina patrones demográficos tan diferentes como los que se observan en la naturaleza entre especies distintas. Pero, a diferencia de otros depredadores, los individuos y grupos humanos no ejercen hoy generalmente su dominio apoyándose en una estructura corporal mejor dotada en tamaño, olfato, vista, colmillos o garras, sino utilizando las reglas del juego y los instrumentos económico-financieros imperantes para dotarse de medios-extra de intervención y diferenciación social cada vez más potentes.
Las posibilidades de reconvertir el metabolismo de la sociedad actual depende de establecer unas reglas del juego que faciliten la conservación del patrimonio natural, cualquiera sea su titularidad, en vez de su acelerada explotación-destrucción practicada hoy tanto por particulares, empresas o administraciones de índole diversa. El mensaje que nos llega desde el mundo científico es reticente y claro: “El siglo XXI será ecológico o no será”.
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